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60 Años del IEF: Jorge Fernández, Donde él pisa, no florece la maldad

Estuvo 14 años en el IEF. Llegó como encargado de mantenimiento, pero fue papá, psicólogo, amigo, referente de un gran número de alumnos de la zona Este.

El teléfono daba ocupado y después se escuchaba muy mal la llamada. Costó comunicarse. «Tenés que llamarlo porque no tiene WhatsApp» nos habían advertido.
De repente él nos llama y le explicamos el motivo de la comunicación. La charla se extiende y le proponemos llamarlos nosotros. «No hablemos sin problemas hasta que me quede sin crédito», dice antes de convencerlo de que lo llamábamos.
El backstage de la charla pinta de cuerpo entero a nuestro personaje.

Compañero, padrino, confesor, amigo, gran cocinero. Todas esas cosas, pero por sobre todo gran persona. Así se lo recuerda a Jorge Fernández en la sede de Rivadavia y todos los que lo conocieron no dudan en que es el gran personaje que tuvo el IEF en el Este.
Las personas especiales no esperan a que las cosas sucedan, hacen lo que desean y persigue lo que quieren hasta que lo consiguen. Son esas personas que dejan huella en la vida de los demás y así es Jorge (no hace falta mencionar su apellido para que la gente sepa de quién hablamos).
Llegó a la sede cómo adscripto de la Municipalidad para hacer el mantenimiento. Se quedó 14 años hasta que una decisión política hizo que fuera reubicado dentro de la planta municipal. «Yo no era del color político de turno» dice con la voz entrecortada lo que demuestra su tristeza. Ahora está a cargo de la plaza General San Martín, lugar que se ha convertido en el punto de encuentro de cientos de egresados que lo siguen recordando y lo extrañan.
«Los chicos vienen con las novias y tomamos mates. Es muy lindo eso, cómo también que me invitan a los cumpleaños o los casamientos. Las familias me tratan como uno más de su círculo. Gracias a ellos, nunca voy a estar solo, pero si lejos del Instituto en el que fui tan feliz. Yo era de mantenimiento, pero entendí que los chicos necesitaban alguien más que una persona que le arreglara lo que se rompía», nos confiesa y vuelve a emocionarse.
«Hubo chicos que lo eligieron como padrino. Era una cosa que no parecía fácil de hacer, pero finalmente se aceptó y hasta le dimos una «I» al Jorge. Que lindo esos momentos», recuerda Alejandro Herrera, profe de fútbol en Rivadavia en esas épocas.
Y agrega. «Era la persona que escuchaba a los alumnos, la que se enteraba de todo antes. Un problema económico, familiar, un embarazo. Me acuerdo que un día que yo le tenía que tomar un parcial a un curso, vino Jorge y me dijo: ‘profe, los chicos no han entendido nada’ (risas). Ya habían ido a hablar con él».
Fue para toda la comunidad del IEF de Rivadavia, un alma gemela, una especie de salvavidas. Es de esas personas que llegan a la vida de los demás por casualidad y cambian todo para siempre. Te abren los ojos, te hacen ver lo que duele, lo que puede llegar a doler y lo que tiene un significado maravilloso. Era el alma, el corazón y los pulmones de la sede
«Huevoncito» era un término que usaba permanente y que quienes lo conocieron no pueden olvidar.
«Yo llegaba muy temprano a la mañana para preparar todo y esperar con el desayuno a aquellos que venían de Santa Rosa, La Dormida, Ramblon, de San Martín allá en el límite con Lavalle. Les tenía café, leche, mate, chocolate y llevaba unas tortitas caseras que hacía en mi casa. Además prendía la calefacción para que pudieran estudiar con comodidad. Uno sabía del sacrificio de los chicos y demasiado frívolo es el sistema como para que ellos tuvieran que estar incómodos», lanza con la sabiduría de un hombre que se hizo desde abajo y levantándose cada vez que se cayó.

Tiene 9 hijos, cuatro ya recibidos y trabajando, lo que lo enorgullece como a cualquier mortal. Lo mismo que sus 17 nietos y nos cuenta «cuatro están estudiando en escuelas técnicas».
«Buenos días, cómo está». «Buenos días», Buenos días». Mientras charla con nosotros se lo escucha saludar a cada persona que pasa a su lado. «Los vecinos están contentos de como tengo la plaza», lanza junto a una carcajada.
Nadie se olvida de los locros que armaba Jorge para todo el Instituto cada 25 de mayo, como tampoco los asados que hacía a pedido de algún grupo y la carnes al disco que eran su especialidad.
Tiene una memoria que muchos envidiarían. Recuerda nombres, situaciones, lugares. Dice que quiere volver a encontrarse con muchos afectos de esa época.
Antes de irse nos dice que tiene miles de anécdotas y le proponemos que nos comparta una: «un día fuimos con todos los alumnos a la montaña y allí nadie podía comunicarse. ¿Saben cuál era el único teléfono que tenía señal? Mi querido Alcatel. Los chicos siempre se acuerdan de esa situación».
«Yo tengo un teléfono para hablar, común sin pantalla táctil y ando en la misma bicicleta de siempre», cuenta con orgullo y la humildad que lo caracteriza Jorge.
El sabía lo que costaba estudiar y lo que era eso para sus hijos. Veía a cada alumno como un hijo propio y así los trataba y aconsejaba. «Muchos chicos siguieron estudiando en el Instituto gracias a la intervención de Jorgito», remarca. «Yo solo les hablaba y le hacía ver que estudiar era lo mejor que les podía pasar».

Marcó a una generación de chicos del Este provincial. Fue abuelo, papá, tío, hermano, amigo de ellas y ellos. «Todos iban al «confesionario» de Jorge, cómo nosotros le decíamos», recuerda Ale Herrera.
Hoy a punto de jubilarse, aunque se resiste, y en el marco de un año tan importante para nuestra institución, no podemos dejar de reconocer toda su obra. Gracias Jorge, nosotros también te extrañamos.

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