IEF9-016

Juan Carlos Bonadé Del internado a los campamentos

Fue parte de la primera promoción y docente durante 47 años. El hombre que quería ser médico y terminó curando almas desde la educación física.
Por Maxi Salgado

 

Humanidad, respeto, amistad, compromiso social, comprender al que piensa distinto, considerar la diferencia, solidaridad, esfuerzo, trabajo. Todo eso tienen nuestros protagonistas de esta sección. Anónimos que lejos de buscar la fama, el poder o el dinero que marcan las constantes vitales de nuestra sociedad, optaron desde la sombra por remar a favor de una comunidad que es una familia. Héroes que a lo largo de 60 años le dieron vida al Instituto De Educación Física Jorge E. Coll.

«Yo quería ser médico», cuenta y lo repite varias veces a lo largo de la charla el profe Juan Carlos Bonadé, uno de los egresados de la Primera promoción del Instituto de Educación Física y quien no sólo dejó su huella como estudiante, sino también como docente de la institución durante más de 40 años.

«En ese año 1962 yo acababa de recibirme de maestro Normal, pero no quería empezar a trabajar de eso. Mi idea era estudiar medicina, el tema era que en mi casa no había presupuesto para pagarme el pre. Justo vi un aviso en el diario en el que se anunciaba que se iba a abrir en Mendoza un Instituto Nacional de Educación Física y pensé en probar», comienza a contarnos. El destino quería que unieran sus destinos y que bueno que así fue, porque los agradecidos fueron todos los alumnos que lo tuvieron dando clases en el IEF.
Pajarito, como todos lo conocieron en el futuro, recuerda aquellos comienzos con el internado. «Nos daban una beca que consistía en los estudios, la comida y el alojamiento gratuito. Los que éramos de Mendoza, era de lunes a viernes y los que venían de afuera se quedaban allí sábados y domingos. El internado de varones estaba en la calle Emilio Civit a metros de los portones, mientras que el de las mujeres se encontraba en la calle Belgrano, enfrente del Magisterio.
El examen fue largo, con experiencias teóricas y prácticas. Siempre fue difícil. Recuerdo que no éramos muchos los aspirantes: apenas más de 30 y quedamos 27. De Buenos Aires vino un peruano, Pacheco. Era de la ciudad de Arequipa. Recuerdo que él quería ir a estudiar al Romero Brest en Buenos Aires, pero cuando mandó sus papeles le dijeron que tenía que venir a Mendoza, porque toda la gente del Oeste tenía que estudiar en nuestro instituto. Así fue que también tuvimos compañeros de Salta y sanjuaninos a rolete. A esas personas que venían desde lejos se les daba los pasajes gratis en tren. Al peruano también le daban pasajes gratis, en su caso hasta La Quiaca. De ahí hasta su ciudad, corría por cuenta de él», rememora con una memoria prodigiosa que le trae recuerdos como si fueran de hoy.
Llegó a la charla acompañado de su hija y con un cuaderno en el que tiene anotaciones dónde figuran todos los lugares en dónde trabajó con detalles de fechas.
Volviendo a esos inicios nos grafica que: «En ese momento la carrera era de tres años. Había dos cursos de mujeres (el A y el B) y uno de varones (el C). Las clases no eran mixtas como ahora. En ese año las materias prácticas las tuvimos en el Club Mendoza de Regatas, menos natación que se daban en YPF porque fue el primer club que tenía pileta climatizada. Las clases teóricas, que arrancaban a las 18 horas, las teníamos en la facultad de petróleo de la UNCuyo que en ese momento estaba en un edificio en la misma calle Emilio Civit a cincuenta metros del internado.
Todos íbamos a Regatas o YPF en bicicleta, era el medio de transporte que teníamos en ese momento». Se acomoda en la silla cada tanto y mira hacia adelante para buscar concentración. Parece que viaja en el tiempo en esos segundos y sigue con su relato en el que no olvida detalles.
«La verdad es que la experiencia del internado es inigualable. Yo vivía en Villa Nueva y podría haber ido y venido todos los días a mi casa, pero pedí ser internado y la verdad que no me arrepiento porque fue una experiencia inigualable. Todos nos hicimos muy amigos, tal es así que durante años los compañeros que eran de afuera siguieron viniendo. Obvio que teníamos que cumplir ciertas reglas, como por ejemplo no poder salir de noche salvo algunas excepciones de compromisos familiares».
Esa modalidad, que tuvo su germen en la formación militar, llamativamente fue archivada por los propios militares allá en la época del Proceso de Reorganización Nacional que tomó el poder en 1976.
Pregunta por el libro de los 60 años y cuenta que quiere tenerlo, mientras también recibe el saludo de todos los que pasan y ven que ha vuelto al Instituto. Y es que la gente lo recuerda con el cariño que se ganó a lo largo de tantos años.
Rememora aquella tarde histórica del 2 de junio de 1962, día de la inauguración del Instituto. «Ese día vinieron delegaciones de Buenos Aires con las que compartimos lindos momentos. La verdad es que nosotros ya estábamos cursando. Habíamos arrancado en abril, pero el acto oficial fue ese día en el Círculo Policial».
Cuenta que sobraba trabajo cuando se recibieron, pero que él tuvo que esperar para poder comenzar su carrera profesional. «Yo había pedido un año de prórroga del Servicio Militar y tuve que hacerlo recién recibido. Tuve la suerte que algunos oficiales me conocían porque habían sido profesores nuestros. Me acuerdo que estaba el papá de Roberto Stahringer (rector de nuestra institución), quien fue el que le dijo al capitán que siendo yo profesor de educación física podía dar clases a los soldados. Así que todos los días les daba una hora de acondicionamiento físico a mis compañeros. Yo ya había tomado una escuela en Santa Rosa, pero como era suplente, tuve que dejar. Pero estando bajo bandera, un amigo me tomó un cargo en Rodeo de La Cruz, en la escuela Chacabuco. Así que cuando salí comencé mi carrera». El destino le había hecho un nuevo guiño. Es que en ese lugar Pajarito conoció a su esposa, con quien formó una hermosa familia, algo que hubiera sido diferente si hubiera seguido en Santa Rosa.
Unos años después, llegó a Santo Tomás de Aquino y trabajó con la Milicia Juvenil del colegio, una especie de boy scouts. «Me habían contratado porque les gustaba mucho lo que hacía con los chicos en los campamentos», cuenta a la vez que no deja de mencionar que la organización tenía algunas reglas militares. Fue destacándose así en lo que tenía que ver con la naturaleza y eso llevó a que un día lo llamaran desde el Instituto. «El rector era el profe Olguín y me ofreció que tomara las horas de Vida en la Naturaleza. No había concursos en ese momento. Fue en el año 67 y me quedé hasta el 2010». 43 años, toda una vida ligada al Instituto que lo formó. Con un dejo de tristeza cuenta que no se pudo jubilar del Instituto, «me retiré, porque ya me había jubilado por la provincia y no podía tener dos jubilaciones. Y eso que fue el lugar en dónde más trabajé».
Recuerda con mucho cariño los campamentos en Pehuencó, ahí pegadito al mar. «La Dirección Nacional de Educación Física tenía plantas de campamentos en varios puntos del país y nosotros al que más íbamos era allá. Yo como alumno fue la primera vez que vi el mar y eso le pasó a muchos de mis alumnos. Antes no era tan fácil ir al mar. Nosotros teníamos todo gratis. El Estado Nacional nos daba los pasajes en tren» , rememora y agrega risueñamente, » así se fundieron todos los trenes». Sobre esos viajes apostilla que «cómo las oficinas del Instituto estaban en calle Belgrano junto al internado de damas, todos salían a la calle a saludarnos cuando pasábamos con el tren de ida y vuelta. Eran momentos muy emotivos».
Más de una vez se le llenan los ojos de lágrimas, clara señal de lo que le está pasando por su cuerpo. Emociones que movilizan. Son 43 años de una comunión sincera.
Cuenta que también fueron mucho a Unquillo, Córdoba, la ciudad en la que nació David Nalbandian.
Repasa, una y otra vez, la lista de los colegios en los que trabajó y recuerda  que año a año tenía 900 alumnos en los distintos niveles. «No me podía acordar los nombres de todos. Hoy hay muchos que me saludan y yo a veces no los reconozco», confiesa. Una cuenta rápida nos hace darnos cuenta que unos 30.000 mendocinos lo tuvieron como profe. Un profe muy querido. Que dejó huellas.
Cambió el consultorio y las guardias agotadoras que debería haber tenido si su familia hubiera tenido el.dinero, por la naturaleza, el goce de una vida al aire libre y gracias a Dios que así fue.
Aquel hombre que había soñado con ser médico, terminó dándole calidad de vida a muchos mendocinos, pero desde el amor que les dio como profe. La sociedad mendocina y la comunidad del Instituto, estarán siempre agradecidas
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